La Investigación que duró 15 años y se realizó en más de 1700 matrimonios demostró que, en promedio, el impulso de felicidad de la pareja recién casada dura los primeros dos de años.
Después de estos dos años, la pareja regresa a un estado de bienestar previo a su matrimonio, lo que significa que vuelven a la misma felicidad que tenían antes de casarse. Esto puede ser un aspecto positivo o negativo, pero depende de cómo lo tome cada pareja.
Un grupo multinacional de investigadores hizo pruebas en 1761 matrimonios, los cuales tuvieron que monitorear durante los últimos 15 años.
El estudio tiene varios parámetros, los cuales convergen cuando hay dos personas enamoradas, y que van del deseo sexual hasta la “adaptación hedónica”.
La “adaptación hedónica” es la forma emocional en la que afrontamos lo novedoso, algo que no sólo pasa con el amor, sino cuando se compra un accesorio nuevo, se cambia de trabajo o se vive en un nuevo lugar.
Esta adaptación sólo se logra al encontrar cosas positivas. Sin embargo la inclinación emotiva a lo novedoso va desapareciendo poco a poco. De acuerdo con el estudio, en el amor es igual, se va aplacando de manera progresiva hasta convertirse en algo muy normal a los dos años (en promedio).
El amor también se puede terminar por causas “Evolutivas y prácticas”. Esto significa que el ser humano no puede mantener la misma intensidad de sentimiento, de lo contrario caería en obsesión de niveles patológicos que podrían afectar su vida cotidiana.
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Por otra parte el estudio también encontró que a las mujeres les gusta mucho la “idea de novedad” en el sexo, más que a los hombres (descubrir o experimentar cosas nuevas).
La misma excitación que las personas tenían al estar recién casadas, regresa entre 18 y 20 años después. Y casualmente, esto ocurre cuando los hijos comienzan a independizarse y los esposos comienzan a tener más libertad en cuanto a su intimidad
Estas teorías aún no se han comprobado, pero se están haciendo más pruebas para tener conclusiones más acertadas. El estudio fue publicado por la psicóloga Sonja Lyubomirsky en el New York Times.